Las evaluaciones que se le hacen a los maestros y maestras,
más ciertas políticas acuñadas por el Ministerio de Educación como la
definición exacta de indicadores de logros, entre otras, están invadiendo un
‘terreno’ que es privado para el docente: la autonomía escolar. Las incidencias
de este tema en otros aspectos son graves, al punto que pueden llegar a afectar
la salud.
La autonomía escolar está definida en el artículo 77 de la
Ley 115 de 1994: “Dentro de los límites fijados por la presente ley y el
proyecto educativo institucional, las instituciones de educación formal gozan
de autonomía para organizar las áreas fundamentales de conocimiento definidas
para cada nivel, introducir asignaturas optativas dentro de las áreas
establecidas en la Ley, adoptar algunas áreas a las necesidades y
características regionales, adoptar métodos de enseñanza y organizar
actividades formativas, culturales y deportivas, dentro de los lineamientos que
establezca el Ministerio de Educación Nacional”.
La ley crea la autonomía como un marco para que haya cierta
libertad en la creación del plan de estudio. Bajo esa perspectiva, es la
posibilidad que tienen los docentes de elaborar el plan de estudios de la institución,
de definir los contenidos, de establecer los métodos y las estrategias para el
trabajo pedagógico.
En términos intelectuales, la autonomía es la capacidad de
tomar decisiones, pero está condicionada a que esas decisiones sean razonadas.
Llevando eso al terreno de la pedagogía, sería la capacidad de asumir los
criterios pedagógicos, teóricos y metodológicos para enseñar de la forma más
productiva para el maestro o maestra.
Sin embargo, hay factores que la inhiben. Desde la ley 715 y
el proyecto de contrarreforma educativa que se empezó para desmontar los
avances de la ley 115, se han iniciado una serie de estrategias para regular de
manera indirecta las condiciones y las posibilidades de la autonomía escolar.
En el 2002, el decreto 230 vulneró esta instancia al imponer
unos parámetros sobre el currículo y sobre la evaluación, de esta manera, limitó
severas decisiones que deberían ser del resorte de la institución educativa. Allí
cometió dos exabruptos. Por un lado, institucionalizó los estándares y las
competencias como referentes para el currículo. Por el otro, estableció un
criterio para la promoción de estudiantes bastante restringido. Unidos, los dos
coartan el ejercicio docente.
Después vino el decreto 1290 con una característica, que crea
una forma ilusoria de autonomía, porque esta no se practica en la realidad. Por
ejemplo, impone los Sistemas Institucionales de Evaluación y da las facultades para
que supuestamente decidan sobre ellos; sin embargo, al mismo tiempo antepone
unos condicionamientos y el primero de ellos son las pruebas nacionales e
internacionales. Luego aposta una serie de condiciones de cómo deben ser estos.
En resumen, le dice a las instituciones que pueden decidir, pero impone normas
macro que regulan esas decisiones.
A partir de las disposiciones legales del 1290, mediante la
preponderancia de las normas que legaliza la evaluación de los estudiantes, las
pruebas Pisa y las pruebas Saber quedan institucionalizadas como un referente
poderoso del currículo. Por el concepto que estas promueven, las instituciones
educativas no pueden adoptar otro modelo y si les va mal en las pruebas,
entonces, son estigmatizadas, entran en escarnio público por los ránkings.
Entonces, estas pruebas están marcando las políticas
educativas y determinando qué contenidos se deben seleccionar, echa a un lado
las metodologías y direcciona un solo propósito: el entrenamiento para pruebas.
Por eso, los niños y niñas gastan tiempo aprendiendo cómo resolver correctamente
preguntas, dejando de lado el conocimiento y otras áreas que no se seleccionan
para ellas.
Claro, siguen habiendo más estrategias, políticas, los
planes de incentivos amarrados a las competencias y estándares (la campaña ‘Todos
aprender’ es una muestra de ello) que profundizan en estos objetivos. Pero hay
otros modelos más pertinentes para romper la hegemonía de las competencias y
estándares. Las propuestas alternativas son la solución para que los docentes
tengan la posibilidad de seleccionar contenidos, de definir qué habilidades
privilegian para impulsar los talentos de cada estudiante. La escuela debe
preparar para la vida y no para los exámenes.